viernes, 29 de agosto de 2014

Café, por favor

Un día le miré y un hilo invisible me conectó a él y, desde ese día, no observarle mientras estaba absorto en sus libros y su café resultaba realmente complicado.
Una vez, cuando yo creía que no me observaba, se giró y pude apreciar un leve brillo en sus ojos, puede que por las ganas de compartir un café con él, lo imaginase. Pero lo cierto es que días más tarde se acercó a mi mesa con dos humeantes tazas. Recuerdo que ese mismo día nos sorprendió la noche y el dueño apagando las luces. No me dió su teléfono, ni yo se lo pedí... Tenía una corazonada de que volvería a encontrarle en la misma mesa, perdido en sus cosas y con una sonrisa que creo que nunca voy a poder quitarme de la cabeza. Y apareció, con su brillante sonrisa y sus gafas negras, y algo en mi interior se removió...

Ella, tan bonita, tan delicada, tan graciosa cuando se manchaba el labio superior de chocolate. No podía dejar de mirarla sentía que a partir de ella, podría escribir miles de historias que siempre terminarían definiéndola de una manera u otra. Aun sabiendo que iba a verla cada tarde concentrada delante de su portátil, una sensación de miedo a la que muchas veces quise obviar, me invadía... 
Jamás sabré por qué solo nos quedamos en esas conversaciones que no decían nada mientras sabíamos a ciencia cierta que las miradas hablaban más por si solas que por nosotros mismos...

Creo que acabamos por darnos cuenta de que las palabras tan solo llenaban un espacio que, en nuestro interior, solo hacía crecer un vacío cada vez mayor. Y si que es cierto que una vez quisimos comernos a besos pero, al contrario que con nuestras innumerables conversaciones, terminó por comernos la lengua el gato. Esa tarde, cada uno, sin el número del otro, tomo rumbo a su casa mientras buscaba otra cafetería que ni deseándolo nos iba a regalar los momentos que pasamos.

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